Llevo más de tres meses vagando por este camino. Tengo muchísima hambre y sed, pero cada vez que me acerco a los humanos, me ahuyentan… Y ahora no sé adónde ir, ni adónde regresar…

by

in ,

Mis patas tiemblan cada vez que intento dar un paso. El suelo está frío y áspero, y la lluvia de anoche lo dejó cubierto de charcos que reflejan un cielo gris, tan vacío como yo. Mi cuerpo ya no es el mismo de antes: la piel arde, la poca lana que me queda apenas cubre mis huesos, y las heridas me recuerdan que la vida se ha vuelto una lucha constante. El hambre me consume, pero aún más el abandono.

Recuerdo vagamente los días en que tenía un rincón, un cuenco con agua tibia y alguien que me acariciaba la cabeza. No sé en qué momento pasé de ser un amigo fiel a convertirme en una sombra indeseada. Tal vez un día me enfermé, tal vez ya no pudieron cuidarme, o tal vez simplemente dejé de ser útil. Desde entonces, mi mundo se convirtió en calles interminables, en miradas de desprecio y en piedras que lanzan los que me temen o me odian.

Cada vez que me acerco con la esperanza de recibir un pedazo de pan, solo encuentro gritos que me ahuyentan. A veces corro, otras me escondo entre los arbustos, y en silencio lamo mis heridas, como si así pudiera curar no solo mi piel, sino también el vacío que me acompaña. No sé cuántos días más podré resistir.

El sol quema durante el día y la noche congela mis huesos. He aprendido a dormir con un ojo abierto, porque el miedo nunca se marcha: miedo a otros perros, miedo a los humanos, miedo a no despertar jamás. Pero dentro de mí aún hay un pequeño deseo que se niega a morir: el deseo de volver a confiar, de encontrar aunque sea una mano bondadosa que no me rechace.

A veces, cuando me detengo al borde del camino y veo a los niños jugar a lo lejos, mi corazón late con fuerza. Sueño con correr con ellos, con sentir la risa cerca, con tener un nombre que alguien pronuncie con cariño. Pero la realidad me despierta pronto: ellos también me miran con recelo, como si yo fuera un monstruo, no un perro cansado que suplica un poco de compasión.

No tengo espejo, pero siento en mi cuerpo que ya no luzco como antes. Sé que mis costillas se marcan bajo la piel, sé que mis ojos se hunden cada vez más, sé que mi andar se tambalea. Tal vez por eso me rechazan: porque mi miseria les recuerda lo frágil que puede ser la vida.

Sin embargo, sigo caminando. Aunque no sepa hacia dónde, aunque la esperanza pese menos que el dolor. Porque dentro de mí, escondido entre tantas cicatrices, aún late el recuerdo de un hogar, y esa memoria es lo único que me mantiene en pie.

Si alguien me escucha, si alguien lee mi historia, solo quiero pedir una cosa: no apartes la mirada cuando veas a un ser como yo. No somos basura, no somos peligrosos por elección. Somos víctimas del abandono, de la indiferencia. Un cuenco de agua, un pedazo de pan, una caricia… esas cosas pequeñas que para ti no significan nada, para mí lo significan todo.

Hoy sigo en este camino, flaco, débil, cansado. No sé si mañana estaré aquí, o si mi cuerpo por fin cederá al frío y al hambre. Pero si eso ocurre, quiero que al menos mis palabras, aunque sean invisibles, lleguen a alguien. Que sirvan como un eco para que otro perro, en otro lugar, no tenga que pasar por lo mismo.

Porque al final, lo único que pedimos es lo mismo que todos los seres vivos: un poco de amor, un lugar seguro, y la oportunidad de pertenecer.