Perro hambriento necesita ayuda

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La noche se hace eterna. El hambre es una compañera cruel que nunca me abandona. A veces me recuesto en el suelo helado y cierro los ojos, imaginando que alguien me alimenta, pero al abrirlos, descubro que no hay nada…

Solo vacío, silencio y la certeza de que sigo aquí, atrapado en este cuerpo débil que ya casi no responde. Mis costillas marcan el mapa de la miseria, cada paso es un esfuerzo titánico, y mi sombra se proyecta más grande que yo, como si quisiera recordar lo que alguna vez fui.

Recuerdo vagamente el calor de un hogar, el sonido de una voz amable, la sensación de una mano que acariciaba mi cabeza. Quizá fue un sueño, quizá una memoria lejana que inventa mi mente para no rendirse del todo. Ahora, lo único que siento es la aspereza del suelo bajo mis patas y el nudo que me ata a este lugar, como una cadena invisible que me condena al olvido.

El sol sale, y con él llegan los sonidos de la vida: pájaros que cantan, hojas que se mueven con el viento, personas que pasan sin mirar. Yo existo, pero soy invisible. Mis ojos buscan compasión en rostros que nunca se detienen, en pasos que se alejan deprisa, en manos que nunca se extienden. A veces me acerco con la esperanza de un trozo de pan, una caricia, un gesto de bondad… pero solo encuentro indiferencia.

El hambre no es lo peor; lo peor es la soledad. Esa sensación de ser olvidado por el mundo, de no tener un nombre ni un lugar al que pertenecer. El hambre muerde el estómago, pero la soledad muerde el alma.

Me pregunto cuánto más podré resistir. Cada día parece más largo que el anterior, cada noche más fría, cada despertar más vacío. Sin embargo, todavía sigo de pie. Algo dentro de mí, quizá un instinto, quizá una chispa de esperanza, me obliga a caminar un paso más, a levantar la cabeza aunque pese, a seguir respirando aunque duela.

Sueño con un día en que alguien me mire de verdad, en que un corazón humano se conmueva y decida acercarse. No pido lujos, ni un techo grande, ni manjares. Solo un rincón donde descansar sin miedo, un cuenco de agua, un poco de alimento, y sobre todo, un poco de amor.

Mientras tanto, sigo vagando entre sombras y luces, entre la vida y el olvido. Mi cuerpo está cansado, pero mi alma todavía susurra que tal vez mañana será distinto, que tal vez en medio de tanta indiferencia, alguien verá en mí no a un perro abandonado, sino a un ser que aún merece vivir.

Y así, con esa frágil esperanza, continúo. La noche se hace eterna, pero sigo esperando que, en algún amanecer, la crueldad de este destino dé paso a un rayo de compasión.