No me dejes, no ignores mi mirada.

by

in

No me dejes, no ignores mi mirada.

El hambre me consume,

como un fuego lento que arde sin llama,

como un cuchillo invisible que corta mi fuerza

y deja mi cuerpo rendido sobre el polvo.

Mis costillas son barrotes de una jaula viva,

mi piel, un mapa de heridas y cicatrices,

y mis ojos cansados,

dos pozos donde se ahoga la esperanza.

Cada día camino buscando migajas,

un trozo de pan olvidado,

un poco de agua en un charco sucio,

algo que calme este vacío inmenso

que me muerde por dentro.

La gente pasa de largo.

Algunos me miran con miedo,

otros con indiferencia.

Sus pasos resuenan como golpes

que me recuerdan que no pertenezco,

que soy un náufrago en una ciudad sin mar.

Recuerdo, sin embargo,

un calor lejano:

unas manos suaves que alguna vez me acariciaron,

una voz dulce que me llamó “amigo”.

Ese recuerdo es mi tesoro escondido,

mi pedazo de cielo en este infierno frío.

A veces sueño.

Sueño con un rincón pequeño,

un lugar donde no llueva sobre mi piel desnuda,

donde el suelo no sea tan duro,

donde un cuenco me espere,

no con lujos,

solo con comida suficiente

para que mi corazón no tiemble de debilidad.

Sueño con niños que no me apedrean,

con miradas que no me ignoran,

con manos que no me apartan,

sino que me levantan.

Si pudiera hablar,

no pediría mucho:

un trozo de pan,

un poco de agua limpia,

una manta en las noches de invierno,

y sobre todo,

un poco de amor.

Soy perro, sí,

pero también soy vida.

Mis ojos lloran como los tuyos,

mi corazón late con la misma sed de cariño,

y mi alma, aunque cansada,

todavía espera.

No me dejes morir en silencio.

No permitas que mis huesos sean olvidados

en la esquina de una calle oscura.