Cada paso que doy en este sendero oscuro parece pesar más que el anterior, como si las piedras del camino no fueran simples rocas, sino recuerdos, pérdidas y silencios que me acompañan sin querer. No hay faroles que iluminen mis noches, y sin embargo sigo avanzando, confiando en que en algún rincón, detrás de alguna sombra, me espera un rayo de luz.

La soledad se convierte en una compañera constante, a veces cruel, a veces silenciosa, pero siempre presente. Es ella la que me obliga a escuchar el eco de mis propios pensamientos, a enfrentarme con las verdades que no quería aceptar. Me dice que soy frágil, que estoy rota, pero también me susurra que en mi fragilidad existe una fuerza invisible, una semilla de resistencia que late dentro de mí. Aunque mi piel arda por las heridas del pasado, aunque mi cuerpo tiemble bajo el frío de la indiferencia, sigo respirando. Y mientras respiro, sigo creyendo.

Creo en el amor, aunque me haya sido arrebatado antes de poder disfrutarlo plenamente. Creo en la ternura de un abrazo que aún no he recibido, pero que mi alma imagina con cada noche de insomnio. Creo en la mirada cálida de alguien que sabrá leer mis cicatrices sin juzgarlas, alguien que entenderá que cada una cuenta una historia de lucha, de caída y de renacimiento. Ese alguien no borrará mis dolores, pero hará que tengan sentido, porque a su lado dejarán de ser un peso y se convertirán en huellas de mi valentía.
Me duele la piel, sí, pero más me duele el vacío de no sentir la calidez humana. Los días pasan y a veces me pregunto si la espera es inútil, si mi destino es seguir caminando sola hasta que la vida se apague en un suspiro. Sin embargo, justo cuando pienso rendirme, escucho dentro de mí un latido fuerte, rebelde, que grita que no debo dejar de soñar. Es ese latido el que me sostiene, el que me recuerda que aún estoy aquí, que aún tengo algo por lo que luchar.

Camino con dolor, pero también con esperanza. Cada lágrima que cae es una semilla que riega mi suelo interior, preparándolo para que florezca algo nuevo, algo verdadero. La soledad, en lugar de destruirme, me ha enseñado a reconocer el valor del amor auténtico, ese que no se compra ni se finge. Y aunque mis brazos ahora estén vacíos, sé que llegará el día en que puedan rodear a alguien con toda la fuerza de mi ternura contenida.
Porque al final, la vida no se mide solo en heridas, sino también en la capacidad de seguir esperando. Y yo espero: espero amor, calor y los brazos de alguien listo para abrazarme, no como quien rescata, sino como quien comparte el mismo camino.