Cada día, exactamente a las cinco de la mañana, el fiel perro se dirigía al mismo lugar de la playa donde solía pescar su dueño. Mirando hacia el horizonte, los ojos del perro se fijaron en el horizonte distante. Pero sin que el perro lo supiera, su dueño había fallecido hace más de un año. Es realmente desgarrador.
A pesar del paso del tiempo, la lealtad del perro se mantuvo inquebrantable. Cada día, llegaba a la playa con esperanza y anticipación, moviendo la cola anticipando el regreso de su dueño. Pero a medida que los minutos se convertían en horas y el sol se hundía en el horizonte, el entusiasmo del perro se desvanecía en una silenciosa resignación.
Quienes frecuentaban la playa no pudieron evitar sentir una punzada de tristeza al ver al fiel perro, anhelando un reencuentro que nunca llegaría. Algunos le ofrecerían restos de comida o una suave palmadita en la cabeza, un pequeño gesto de consuelo ante errores tan profundos.
Un perro guarda a su amo todos los días, quien falleció en el mar.
Para el perro, la playa se convirtió en un lugar de consuelo y tristeza, una conexión tangible con su amado dueño. Los recuerdos de tiempos más felices inundarían su mente mientras observaba las olas romper contra la orilla, un dulce recuerdo del vínculo que una vez compartieron.
Y así, día tras día, el ritual se repetiría. El perro fiel, siempre vigilante, regresaba a la playa a las cinco de la mañana, un centinela silencioso que esperaba el regreso de un ser querido que nunca volvería.