No les pido un abrazo a los transeúntes, porque ya no significa nada para mí. Solo ruego un poco de comida; tened piedad de mí, por favor

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Mis huesos, visibles bajo esta piel enferma y desgarrada, hablan por sí solos del hambre y del abandono. Mis patas tiemblan, no por la edad, sino por la debilidad de tantos días sin alimento. La sed me quema por dentro, y cada paso es un tormento que me recuerda que estoy al borde de la desaparición.

He aprendido que la mayoría de las personas no me miran. Caminan rápido, desvían sus ojos, fingen que no existo. Otros me observan con asco, como si mi aspecto deteriorado fuera una mancha en sus días limpios. Y yo, que alguna vez soñé con correr por los campos, que supe lo que era el calor de un hogar, hoy solo soy una sombra. El abrazo humano ya no significa nada, porque las caricias desaparecieron hace mucho, como la última vez que alguien pronunció mi nombre.

No me queda orgullo, tampoco rencor. Solo un ruego sencillo: un trozo de pan, un poco de agua, lo mínimo para engañar al hambre y prolongar un día más mi lucha. Mis ojos todavía se abren al amanecer, y aunque me cuesta levantarme, sigo buscando entre basuras y rincones lo que otros desechan. Ese es mi banquete: lo que nadie quiere.

El frío de la noche se mete en mis huesos y me envuelve en un silencio cruel. No hay cobija ni techo, solo el suelo duro y la soledad. Cada cicatriz en mi piel cuenta una historia de indiferencia, de golpes de la vida y del descuido humano. Sin embargo, aún respiro, aún existe una chispa de esperanza que me impide rendirme por completo. Tal vez, en algún lugar, alguien recuerde que incluso los más olvidados merecemos compasión.

Me he acostumbrado a no esperar nada. Pero cuando un niño, a veces, me lanza una mirada curiosa, mi cola aún intenta moverse, como si la costumbre de la fidelidad fuera más fuerte que mi dolor. En esos segundos, vuelvo a sentirme vivo, vuelvo a creer que no soy un fantasma caminando entre las calles.

Si tan solo alguien pudiera mirarme de verdad, no con miedo ni con desprecio, sino con un poco de humanidad. No pido lujos, ni juegos, ni siquiera un hogar permanente. Solo ruego un gesto sencillo, una mano que deje caer migajas suficientes para engañar a este estómago vacío. Eso sería mi milagro.

El hambre es un verdugo silencioso, más cruel que cualquier cadena. Y aquí estoy, soportando, esperando, rogando. No soy un monstruo, no soy basura. Soy un ser vivo que alguna vez confió en las personas, que alguna vez fue amado, y que todavía respira con la esperanza de que alguien, en medio de tanta prisa, me vea como lo que soy: un perro que solo pide un poco de compasión.