Mira de cerca…
Su cuerpo temblaba no de rebeldía, sino de dolor.
Sus ojos no imploraban lujos, ni juguetes, ni una cama mullida… imploraban algo que nunca tuvo: un hogar.
Un hogar no es solo cuatro
paredes, ni un techo que resguarda de la lluvia. Un hogar es la risa compartida, la mano que se extiende cuando el mundo parece derrumbarse, el calor humano que hace que la soledad retroceda. Para él, esas cosas eran sueños lejanos, casi inalcanzables. Caminaba entre la multitud como una sombra invisible, esperando que alguien lo mirara de verdad, que alguien notara que detrás de aquella fragilidad había un corazón que anhelaba pertenecer.
El dolor en su pecho no provenía únicamente del hambre ni del frío, sino del vacío afectivo, de la ausencia de un “bienvenido a casa”. Cada noche, al cerrar los ojos, imaginaba un lugar donde pudiera dejar de fingir fuerza, donde pudiera llorar sin ser juzgado, donde el silencio no fuera un grito de abandono.

Mira de cerca, porque en esos ojos cansados se esconde la súplica de todos aquellos que carecen de raíces. Un hogar no es un lujo, es un derecho. Y sin embargo, demasiadas almas vagan por las calles sin encontrarlo. Quizá la verdadera rebeldía no sea alzar la voz contra el sistema, sino atreverse a ofrecer ternura en un mundo que la niega.

Él no pedía grandeza, ni riquezas, ni un futuro deslumbrante. Pedía un lugar donde su risa pudiera florecer sin miedo, donde su nombre fuera pronunciado con amor, donde por fin pudiera decir: “Estoy en casa.”