Mis patas ahora tiemblan al sostener mi propio peso, y mi piel, antes cubierta de un pelaje brillante, se encuentra marcada por el tiempo, por la enfermedad y por la indiferencia de quienes una vez me acariciaron.
Cada rincón de esta soledad me habla con ecos que duelen. En mis sueños, todavía veo las sonrisas de aquellos que me prometieron que nunca me dejarían. Recuerdo las carreras en el parque, las tardes soleadas donde mi única misión era hacerlos felices. Yo nunca pedí demasiado: un poco de alimento, un poco de agua fresca y, sobre todo, un poco de amor. Y lo entregué todo, cada latido de mi corazón, cada movimiento de mi cola, era una canción de gratitud.

Pero el tiempo pasó. Mis ojos ya no brillaban con la misma fuerza, mis juegos se hicieron más lentos, mis ladridos más cansados. Entonces comenzaron a verme como una carga, como un mueble viejo que estorba. Y un día, sin más, me dejaron atrás. El portazo que selló mi destino aún resuena dentro de mí.

Me encontré en la calle, donde el frío era más cruel y el hambre más profundo. Mis huesos se volvieron frágiles, y cada noche me acurrucaba en un rincón cualquiera, intentando recordar el calor de un hogar. A veces soñaba que volvía a sentir unas manos acariciando mi cabeza, pero al despertar solo había vacío y silencio.
Sin embargo, a pesar de todo, mi corazón sigue latiendo. Late con la esperanza ingenua de que alguien vea más allá de mis cicatrices, que alguien entienda que, aunque viejo, todavía sé amar. Que el amor que llevo dentro no ha envejecido, que aún puedo dar compañía, ternura y gratitud.

Quiero creer que no todos los humanos olvidan. Que existen personas que miran más allá de la apariencia, que reconocen la lealtad de un corazón canino que nunca pidió nada a cambio. Que quizás un día, alguien se acerque, me envuelva en una manta, y me diga: “Ya no estás solo.” Ese día, mi dolor será menos amargo, y mi soledad dejará de ser un abismo.
No sé cuánto tiempo más me queda. Los inviernos son largos y mis fuerzas cortas. Pero sigo resistiendo, porque en algún rincón de este mundo, debe haber un lugar para un perro viejo que aún sueña con dar y recibir amor. Porque aunque me abandonaron, mi espíritu no ha aprendido a odiar. Sigo siendo fiel, sigo esperando, sigo amando en silencio.